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Por Francisco Marte
Diario Azua / 19 agosto 2025.-
En todo proceso electoral, sea político o gremial, la imparcialidad de la comisión electoral no es un lujo: es una obligación ética y legal. Su papel es garantizar que cada candidato compita en igualdad de condiciones y que cada votante ejerza su derecho con confianza. Cuando este principio se vulnera, no solo se pone en riesgo la transparencia del proceso, sino también la legitimidad de los resultados y la unidad de la institución.
La Ley 10-91, en el capítulo III Deberes y Derechos de los miembros, en su artículo 16, acápite, a) dice: Derecho a elegir y ser elegible; mientras que el reglamento electoral del CDP del 1999 establecen claramente las atribuciones y límites de la comisión para que ese artículo de la Ley se cumpla. Tomar decisiones fuera de ese marco, por voluntad propia o por presiones externas, es cruzar una línea peligrosa. Cada acción arbitraria puede abrir la puerta a impugnaciones, desconfianza y fracturas internas que, en un gremio, son costosas de reparar.
En este contexto, la figura del presidente de la comisión electoral adquiere una relevancia especial. No basta con dirigir las sesiones o firmar las actas: debe ser garante de que los miembros actúen sin sesgos ni favoritismos. Si algún integrante mantiene posturas públicas o privadas que favorezcan o ataquen a un candidato, su participación activa en decisiones críticas puede contaminar el proceso. La prudencia y el apego a las normas son la mejor defensa contra el conflicto de intereses.
El presidente, por tanto, no puede poner en juego su reputación ni su respeto ganado a lo largo de los años por atender a caprichos personales o ceder ante intereses particulares. Su autoridad moral y credibilidad son su capital más valioso. Perderlo significaría no solo un golpe a su trayectoria, sino una mancha difícil de borrar para todo el proceso electoral.
En un gremio, la confianza se construye con actos, no con discursos. Y la historia juzga con dureza a quienes, teniendo la oportunidad de fortalecer la democracia interna, eligieron el camino del favoritismo y la arbitrariedad. La imparcialidad no es negociable: es la piedra angular sobre la que se sostienen la transparencia, la justicia y el respeto mutuo.
El autor de este artículo es periodista, licenciado en relaciones públicas con especialidad en Administración Política Electoral.
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