Titulares

lunes, 14 de junio de 2021

Pinceladas sobre el Estado, misión social y el modelo dominicano (4)

 

Por Pedro Corporán
Diario Azua / 14 junio 2021.-

La sepultura del absolutismo fue cavada por el constitucionalismo con la caída de las grandes monarquías. La primera semilla del estatuto del estado basado en un orden constitucional, germinó en Inglaterra con la firma de la Magna Carta el 15 de junio de 1215, entre el Rey Juan I, conocido en la historia como Juan Sin Tierra y los señores acaudalados que financiaban al monarca, marcando el inicio de las exequias fúnebres de la forma de gobierno absolutista en el mundo occidental.

Ese grupo de potentados, al descubrir la preponderancia de su poder económico, frente a un soberano que había perdido parte de su reino en su disputa con el rey Felipe II de Francia, se erigió en órgano consultivo y con el tiempo se convirtió en la poderosa y emblemática institución llamada Cámara de los Lores de Inglaterra, semilla germinal de lo que hoy se conoce como la Cámara de Senadores.

El susodicho episodio histórico sin precedentes en la historia de las monarquías, comprometía al rey a garantizar a la nobleza derecho a juicio con debido proceso, protección al clero, libertad de propiedad, consenso para el incremento de nuevos impuestos y aplicación de otras políticas públicas, flexibilizando el fundamentalismo del poder autocrático absolutista.

A lo largo de casi 4 siglos y medio, la Carta Magna de Juan Sin Tierra, constituyó el epicentro de toda la lucha social, política y jurídica del Reino de Inglaterra, una y otra vez modificada o restituida en su versión original, acorde con los resultados de cada contienda civil entre realistas y parlamentarios, unos impidiendo la muerte del poder divino de los monarcas y otros empujando el alumbramiento de la democracia.

En el torbellino de la encarnada lucha intestina, el sistema jurídico político monárquico, había sobrevivido críticamente al registro historico de la Magna Carta de Juan Sin Tierra de Inglaterra, hasta que estalló la Revolución Inglesa que se extendió desde 1642 a 1688, compendiando tres ciclos de guerra civil por el poder entre monárquicos y parlamentarios, iniciado con la derrota de la monarquía en 1649 que provocó la decapitación del Rey Carlos I y el advenimiento de la república liderada por Oliver Cromwell, hasta la fecha de su muerte en 1658.

Fallecido Cromwell el vacío de poder produjo el regreso de la monarquía con la coronación de Carlos II y luego de su muerte de Jacobo II, reinado durante el cual estalló la llamada revolución gloriosa de 1688 que instituyó la llamada monarquía parlamentaria o monarquía constitucional que se ha perpetuado hasta hoy.

Entrado el llamado Siglo de las Luces, el siglo XVIII, los efectos de acontecimientos políticos, sociales y económicos principalmente la Revolución Industrial que inició en Inglaterra en 1750, impulsaron de forma radical la transformación del Estado y la sociedad, prohijando sin reverso la era del constitucionalismo real que alumbró a los estados contemporáneos actuales.

La independencia de los Estados Unidos en 1776 y su Declaración de Virginia, la Revolución Francesa de 1789 y su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, ambas insertadas en las respectivas primeras constituciones de sendas naciones; tuvieron visibles rasgos hereditarios de la Magna Carta de 1215.

Claro, las nuevas doctrinas de estado tenían como faro de luz las obras de los filósofos de la ilustración francesa El Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) y El espíritu de las leyes y su división tripartita del poder del Estado de Montesquieu (1689-1755); así como otras obras prominentes de pensadores ingleses de finales de la Edad Media e inicio de la Edad Contemporánea como las de Jhon Locke (1689-1755), David Hume (1711-1778), Adam Smith (1723-1790) y los alemanes Guillame Leibniz (1646-1716) y Emmanuel Kant (1724-1804); acervo proverbial erigido en el pináculo del pensamiento filosófico que culminó la destrucción del presumido origen divino del poder del absolutismo, enarbolando como código supremo la libertad e igualdad del hombre, espina dorsal de la doctrina democrática que empezaría a cambiar radicalmente la misión social del estado.

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